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agencia de Preces; y algunos asuntos de capellanías... Hubo que
acudir a los registros, consultar a los empleados. El Magistral,
distraído, se aventuró a pasar del despacho a la oficina y allí se
vio rodeado de litigantes, de pretendientes, casi todos muy
afeitados, todos vestidos de negro, o con sotana o con levita que
lo parecía. La oficina no ostentaba el lujo del despacho ni mucho
menos; era grande, fría, sucia; el mobiliario indecoroso, y tenía
un olor de sacristía mezclado con el peculiar de un cuerpo de
guardia. Los empleados tenían la palidez de la abstinencia y la
contemplación, pero producida por los miasmas del
392
La Regenta
covachuelismo, miserable, sórdido y malsano, complicado aquí
con la ictericia de los rapavelas.
Había una mesa en cada esquina, y alrededor de todas curas y
legos que hablaban, gesticulaban, iban y venían, insistían en pedir
algo con temor de un desaire; los empleados, más tranquilos,
fumaban o escribían, contestaban con monosílabos, y a veces no
contestaban. Era una oficina como otra cualquiera con algo menos
de malos modos y un poco más de hipocresía impasible y cruel.
Cuando entró el Provisor, disminuyó el ruido; los más se
volvieron a él, pero el jefe se contentó con poner una mano
delante de la cara como rechazando a todos los importunos y se
fue a una mesa a preguntar por un expediente de mansos. «Lo que
él decía; en las oficinas de Hacienda pública no daban razón; los
expedientes de mansos dormían el sueño eterno, cubiertos de
polvo».
El señor Carraspique daba pataditas en el suelo.
-¡Estos liberales! -murmuraba cerca del Magistral-. ¡Qué
Restauración ni qué niño muerto! Son los mismos perros con
distintos collares...
-El Estado se burla de la Iglesia, sí, señor, eso es evidente, no
hay concordato que valga; todo se promete, y no se hace nada...
Dos curas se acercaron humildemente al Magistral... Eran de la
aldea; también ellos querían saber si los expedientes de mansos...
-Nada, nada, señores, ya lo oyen ustedes -dijo el Provisor en
voz alta, para que se enterasen todos los presentes y no le
aburrieran más-, en las oficinas del gobierno civil dicen que se
resolverán los expedientes uno a uno, porque no hay criterio
general aplicable, es decir, que no se resolverán nunca los
expedientes dichosos...
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Leopoldo Alas, «Clarín»
De Pas se vio cogido por la rueda que le sujetaba diariamente a
las fatigas canónico-burocráticas: sin pensarlo, contra su
propósito, se encenagó como todos los días en las complicadas
cuestiones de su gobierno eclesiástico, mezcladas hasta lo más
íntimo con sus propios intereses y los de su señora madre; con
cien nombres de la disciplina, muchos de los cuales significaban
en la primitiva Iglesia poéticos, puros objetos del culto y del
sacerdocio, se disfrazaba allí la eterna cuestión del dinero;
espolios, vacantes, medias annatas, patronato, congruas,
capellanías, estola, pie de altar, licencias, dispensas, derechos,
cuartas parroquiales... y otras muchas docenas de palabras iban y
venían, se combinaban, repetían y suplían, y en el fondo siempre
sonaban a metal y siempre el lucro del Provisor, el de su madre,
iba agarrado a todo. Nunca había puesto los pies allí doña Paula,
pero su espíritu parecía presidir el mercado singular de la curia
eclesiástica. Ella era el general invisible que dirigía aquellas
cotidianas batallas; el Magistral era su instrumento inteligente.
Como todos los días, se presentaron aquella mañana cuestiones
turbias que el Provisor acostumbraba resolver como por máquina,
con el criterio de su ganancia, con habilidad pasmosa, y con la
más correcta forma, con pulcritud aparente exquisita. Más de una
vez, sin embargo, al resolver una injusticia, un despojo, una
crueldad útil, vaciló su ánimo (estaba nervioso, no sabía qué
hierba había pisado), pero el recuerdo de su madre por un lado, la
presencia de aquellos testigos ordinarios de su frescura, de su
habilidad y firmeza, por otro, y en gran parte la fuerza de la
inercia, la costumbre, le mantenían en su puesto; fue el de
siempre, resolvió como siempre, y nadie tuvo allí que pensar si el
Provisor se habría vuelto loco, ni él necesitó inventar cuentos
para engañar a su madre. «Doña Paula podía estar satisfecha de su
hijo; de su hijo; no del soñador necio y casquivano que aquella
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La Regenta
mañana se turbaba al leer una carta insignificante, y se alegraba
sin saber por qué al ver un sol esplendoroso en un cielo diáfano.
¡El sol, el cielo! ¿Qué le importaban al Vicario general de
Vetusta? ¿No era él un curial que se hacía millonario para pagar a
su madre deudas sagradas y para saciar con la codicia la sed de
ambiciones fallidas?»
«Sí, sí; eso era él; y no había que hacerse ilusiones, ni buscar
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