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A Schiller le gustaba beber sin testigos, sólo en compañía de dos o tres amigos, y durante
este tiempo se ocultaba a los ojos de todos, incluso de sus empleados.
-¿Por qué tan caro? -dijo Piragov, con cariñoso acento.
-Es un trabajo alemán -contestó Schiller con sangre fría, acariciándose la barbilla-. Un
ruso llevaría por ello dos rublos.
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-Muy bien. Para demostrarle que me inspira usted afecto y que deseo llegar a conocerle,
le pagaré quince rublos.
Schiller se quedó parado un momento, reflexionando. En su calidad de honrado alemán,
sentía vergüenza. Deseando declinar el encargo, declaró que antes de dos semanas no podría
hacerlas. Pero Piragov, sin discusión alguna, manifestó su conformidad.
El alemán, pensativo, empezó a meditar sobre cómo efectuar el trabajo para que éste
valiera, en efecto, quince rublos. En este momento la rubia penetró en la forja, poniéndose a
buscar algo en la mesa llena de cafeteras. El teniente, aprovechando la meditación de Schiller,
se acercó a ella y estrechó su brazo desnudo hasta el mismo hombro. Esto no gustó en
absoluto a Schiller.
-Meine Frau! -gritó.
-Was wollen Sie doch? -contestó la rubia.
-Gehen Sie a la cocina!
La rubia se retiró.
-Entonces, ¿dentro de dos semanas? -preguntó Piragov.
-Sí... Dentro de dos semanas -contestó pensativo Schiller-. Ahora tengo mucho trabajo.
-Adiós. Ya vendré a verlo.
-Adiós -contestó Schiller, cerrando la puerta tras él. El teniente Piragov decidió no
abandonar su empresa, a pesar de que la alemana le había dado pocas alas. No podía
comprender cómo se le podía rechazar, cuando su amabilidad y brillante rango lo hacían
acreedor a toda clase de atenciones. Hay que decir también que la mujer de Schiller, a pesar
de su grato exterior, era muy tonta. La tontería, por otra parte, constituye el encanto principal
de una esposa guapa; yo, por lo menos, he conocido a muchos maridos que se sienten
encantados de la estupidez de sus mujeres y ven en ellas todos los síntomas de una ingenuidad
infantil. La belleza hace en este punto verdaderos milagros.
Todos los defectos morales en una bella, en lugar de producir repugnancia, se tornan
extraordinariamente atrayentes; el vicio mismo se respira en ellas con agrado; desaparece, en
cambio, la belleza, y necesita una mujer ser por lo menos veinte veces más inteligente que el
hombre para inspirarle, si no amor, por lo menos estimación. La mujer de Schiller, a pesar de
su estupidez, era siempre fiel a su deber, y por ello había de ser bastante difícil a Piragov
conseguir éxito en su atrevida empresa; empero, al vencimiento de los obstáculos va siempre
unido un goce, y la rubia se le hacía cada día más interesante. Comenzó a venir con bastante
frecuencia a preguntar por sus espuelas, cosa que acabó aburriendo a Schiller, hasta el punto
de que empleó todos sus esfuerzos para terminarlas cuanto antes. Por fin quedaron hechas.
-¡Qué magnífico trabajo! -exclamó el teniente Piragov al ver las espuelas-. ¡Dios mío!
¡Qué bien hechas están! ¡Ni siquiera nuestro general tiene unas iguales!
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Un sentimiento de satisfacción floreció en el alma de Schiller. Sus ojos adquirieron una
expresión de alegría e hizo las paces con Piragov. "El oficial ruso es un hombre inteligente",
pensó para sí.
-Entonces, ¿podría usted hacer también una empuñadura a un puñal o a cualquier otro
objeto?
-¡Oh! ¡Claro que puedo! -dijo Schiller con una sonrisa.
-Pues entonces hágame una empuñadura a un puñal. Tengo uno turco muy bueno, al que
quisiera cambiársela.
Esto fue como una bomba para Schiller. Su frente se frunció de repente. "Ahora esto...",
pensó para sí, reprochándose el haber sido el causante de que le encargaran un nuevo trabajo.
Rehusar le parecía una falta de honradez, y además el oficial ruso había alabado su trabajo.
Movió ligeramente la cabeza, expresando su conformidad; pero el beso que Piragov al
marcharse depositó con descaro en los mismos labios de la linda rubia lo sumergió en el
mayor asombro.
No considero superfluo hacer conocer al lector más estrechamente a Schiller. Era éste un
verdadero alemán, en todo el sentido de la palabra. Ya a los veinte años, en aquella dichosa
edad en que el ruso vive como le viene en gana, había Schiller organizado su vida entera sin
apartarse en ningún momento de aquel modo de vivir. Decidió levantarse a las siete de la
mañana, comer a las dos, ser exacto en todo y emborracharse cada domingo. Decidió en el
transcurso de diez años hacerse un capital de 50,000 rublos, y su decisión era tan firme y tan
invencible como el destino mismo. Antes podría olvidarse un funcionario de dar la consabida
vuelta por la portería de su superior, que un alemán faltar a su palabra.
En ningún caso aumentaba sus gastos, y si el precio de las papas era más alto de lo
corriente, no añadía para su compra ni una sola kopeika, sino que reducía su cantidad, y
aunque se quedaba a veces un poco hambriento, llegaba a acostumbrarse. Su exactitud se
extendió hasta el punto de decidir no besar a su mujer más de dos veces en veinticuatro horas,
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