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Como podréis suponer, yo no sabía nada de todo ello por entonces.
De momento, le contesté, diciéndole que estaba muy satisfecho. Mi
secretaria pasó la carta a máquina y me la trajo para la firma, mientras ella
salía a hacer no sé qué. La firmé y, sin razón alguna, hice debajo de la
firma el mismo garabato que Reg habia hecho en la suya, es decir, lo de la
pirámide, el ojo y lo de Fornit Sorne Fornus. Era una verdadera memez.
Cuando la secretaria lo vio, me preguntó cautelosamente si quería que la
carta saliera tal como estaba. Me encogí de hombros y le dije que sí, que
la echara al correo.
Dos días más tarde me llamó Jane Thorpe por teléfono. Me dijo que
mi carta había alterado mucho a su marido. Reg creía haber encontrado un
alma gemela... alguien que también creía en los Fornits. ¿Os dais cuenta
del lío en que me estaba metiendo? Por lo que a mí respecta, en aquellos
días, un Fornit era para mí lo mismo que un mono zurdo o un cuchillo
polaco. Igual con la otra palabra, Fornus. Le dije a Jane que lo único que
había hecho había sido copiar el dibujo de Thorpe. Me preguntó por qué
lo había hecho. Evité darle una respuesta directa, aunque tendría que
haberle dicho que estaba borracho como una cuba al escribir aquella carta.
Henry hizo una pausa. Un silencio incómodo se aposentó en el jardín.
Nadie sabía qué cara poner. Empezaron a inspeccionar con verdadero
interés el cielo, el lago, los árboles, que estaban exactamente igual que
diez minutos antes.
Había pasado bebiendo toda mi vida adulta. Realmente, no puedo decir
en qué momento lo de la bebida empezó a salirse de madre. En un sentido
estrictamente clínico, sólo al final estuve completamente alcoholizado.
Empezaba a beber con la comida del mediodía y volvía a la oficina dando
tumbos. Aun así, funcionaba sin problemas. Después, cuando salía del
trabajo, iba a beber a otros sitios. Al llegar a casa ya no controlaba mis
movimientos.
»Mi mujer y yo teníamos problemas, como todas las parejas, pero la
bebida los agravó muchísimo. Pasó mucho tiempo considerando si
dejarme o no. Finalmente, una semana antes de que yo recibiera el relato
de Thorpe, me abandonó.
»Traté de adaptarme a mi nueva situación. Por si fuera poco, estaba
en plena..., bueno, lo que ahora se llama la crisis de la mitad de la vida.
Todo lo que sabía era que me sentía tan hundido en mi vida privada como
en mi vida profesional. Me dominaba la idea de que publicar literatura de
masas, de la que acaba en las antesalas de los dentistas y en las
peluquerías, no era precisamente una ocupación muy noble. Además, me
preocupaba mucho, lo mismo que al resto del personal de la revista, la
posibilidad de encontrarme, en unos cuantos meses, tal vez no más de
seis, en la calle.
»En medio de este paisaje otoñal deprimente, me llega una buena
historia de un escritor magnífico, una visión divertida, llena de hallazgos
interesantes, del proceso de la locura. Fue como un rayo de sol en medio
de aquellas negruras. Ya sé que parece un poco extraño referirse en esos
términos a una narración cuyo protagonista acaba asesinando a su mujer y
a su hija, pero cualquier redactor sabe qué alegría proporciona un material
semejante. Es como un inesperado regalo de Navidad. Mirad, todos
conocéis el cuento de Shirley Jackson «La lotería». Termina con uno de
los pasajes más deprimentes que se puedan imaginar. Quiero decir, ani-
quilan a una anciana a pedradas. Su hijo y su hija par-
tjcipan en el crimen.., que ya está bien. Pero es una brillante pieza
narrativa y estoy seguro de que el prinier redactor que la leyó se fue
aquella noche a casa más contento que unas pascuas.
»Lo que quiero decir es que la historia de Thorpe era lo mejor que me
había ocurrido en bastante tiempo. Lo único bueno. Y, según me dijo su
mujer por teléfono, el que yo hubiera aceptado el relato había sido lo
mejor que le había ocurrido a él. La relación entre redactor y escritor
reviste siempre ciertos rasgos de parasitismo, pero entre nosotros eso se
elevaba hasta puntos inconcebibles.
~Y qué pasó con Jane Thorpe? preguntó Meg.
Ah, sí, casi la dejo de lado, ¿verdad?... Pues bien, al principio, le
molestó que yo hubiera copiado el dibujito de los Fornits. Le dije que lo
había hecho sin intención alguna y que, si me había excedido en algo, lo
sentía mucho.
»Se le pasó el enfado y me lo explicó todo. Estaba cada vez más
preocupada y no tenía a quién contárselo. Sus padres habían muerto,
todos sus amigos estaban en Nueva York y Thorpe no quería que nadie
entrase en su casa. Según decía, eran todos de la CIA, del FBI o de
Hacienda. Poco después de trasladarse a Omaha, un día llamó a la puerta
una niñita vendiendo galletas para las Girl Scouts. Reg le echó una bronca
soberana, gritándole que hiciera el favor de largarse cuanto antes, que ya
sabía qué estaba tramando, etcétera. Jane intentó hacerle entrar en razón.
Le dijo que la niña no tenía más de diez años. La respuesta de Reg fue
que la gente de Hacienda no tenía ni conciencia ni alma y que, además, la
niña podía muy bien ser un androide y que los androides no estaban
sujetos a las leyes laborales para niños. Según él, la gente de Hacienda era
muy capaz de enviar Girl Scouts androides llenas de cristales de rádium
para averiguar si guardaba secretos y... de paso, llenarle la casa de rayos
cancerígenos.
j Vaya! exclamó la mujer del agente.
Jane había estado esperando un amigo, y yo fui el primero. Me
explicó la anécdota de la niña. También lo de los Fornits, lo de la comida,
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