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de lo que era aquel tiempo, que causa estupor.
Si Arturo Young, en su conocido relato de sus viajes por Francia en el período que
precedió a la gran Revolución, pudo declarar que una gran parte de la población rural
francesa se hallaba en condiciones que la ponían casi al nivel de las bestias, perdido todo
rastro de humanidad, a consecuencia de su espantosa pobreza, podría aplicarse la misma
comparación, en gran medida, a la situación mental y material de las grandes masas del
naciente proletariado durante la etapa inicial del capitalismo moderno.
La inmensa mayoría de los trabajadores se albergaban en agujeros que no tenían
siquiera una ventana con vidrios, y tenían que pasarse de catorce a quince horas diarias en
las «sweatshops» 2, salas del trabajo más explotado de las fábricas, donde no había nada
que recordase ni lo que es una instalación higiénica ni una medida de previsión para
salvaguardar las vidas y la salud de aquellos verdaderos reclusos. Y todo por un jornal que
no llegaba a cubrir ni las necesidades más perentorias. Si al final de la semana al obrero le
quedaba algún resto del jornal para olvidar el infierno en que vivía, todo lo que podía
permitirse era emborracharse de alcohol malo. Consecuencia inevitable de semejante
estado fue un aumento de la prostitución, de la embriaguez y la delincuencia. La más
absoluta bajeza de la humanidad se le aparece a uno al leer y enterarse de la degradación
moral, de la depravación de aquellas masas por las que nadie sentía compasión.
La desdichada situación de los esclavos fabriles se hizo aún más deprimente por el
llamado «truck system» (sistema de trueque), bajo el cual el obrero venía obligado a adquirir
sus provisiones y otros productos de uso corriente en los almacenes de los propietarios de
las fábricas, en los cuales solía vendérsele la mercancía a precios recargados o en
condiciones inaceptables. A tal extremo llegó la cosa, que los trabajadores ya ni tenían para
comer con lo que ganaban, y no llegando el jornal, tan duramente adquirido, para otros
gastos imprevistos, como médico, medicinas, etc., se veía en el caso de pagar con las
mercancías que habían comprado en los almacenes de los industriales, y, naturalmente, en
tales ocasiones aquella misma mercancía se valoraba en menos de lo que le había costado
al obrero. Escritores de la época nos dicen que se daba el caso de que las madres tuvieran
que pagar en esta forma a la funeraria y al sepulturero para enterrar a un hijo.
Esta ilimitada explotación del poder de rendimiento de la mano de obra no se refería
sólo a hombres y mujeres. Los nuevos métodos de trabajo permitían atender a las máquinas
con simples movimientos manuales, que se aprendían sin gran dificultad. Y esto condujo a
2
La palabra significa literalmente: «taller del sudor».
Rocker - Anarcosindicalismo 18
la destrucción de los hijos del proletariado, que entraban en el trabajo a la edad de tres o
cuatro años y tenían que pasar toda su juventud en las prisiones industriales de sus
patronos. El relato del trabajo de los niños, al que en la primera época no se ponía la menor
traba, es una de las páginas más negras de la historia del capitalismo. Es la demostración
de a qué extremos de falta de corazón puede llegar una administración cristiana, no
perturbada por consideraciones éticas y acostumbrada, sin la menor consideración, a
explotar con desenfreno a las masas. La larga jornada, en las condiciones de insalubridad
de las fábricas, llegó a elevar en tal forma la mortalidad infantil, que, con sobrada razón,
Ricardo Carlyle habló de aquella «horrenda repetición, en mayor escala, de la matanza de
inocentes en Belén». Hasta entonces el Parlamento no había aprobado ninguna ley de
protección de la infancia en el trabajo, legislación que durante mucho tiempo ha sido
sorteada por los industriales, o simplemente vulnerada.
El Estado prestó la mayor atención a librar a las empresas de enojosas restricciones a
su ansia, de explotación. Le proporcionó mano de obra barata. A este fin fue dictada, por
ejemplo, la singular «ley de pobres» de 1834, la cual desató tan formidable racha de
indignación que no sólo se unieron a la protesta las clases trabajadoras inglesas, sino toda
persona que conservaba un poco de corazón en su pecho. La antigua ley de pobres que se
dio en 1601, bajo el reinado de Isabel, fue consecuencia de la supresión de los monasterios
en Inglaterra. Aquellos monasterios habían mantenido la costumbre de dedicar una tercera
parte de sus ingresos al sustento de los pobres. Pero los nobles propietarios, a cuyas manos
fueron a parar la mayor parte de los bienes monásticos, no estaban conformes con seguir
consagrando la tercera parte de los ingresos a la limosna. Y fue entonces cuando la ley
impuso a las parroquias la obligación de preocuparse por sus pobres y de hallar alguna
forma de proporcionar medios de subsistencia a aquellos que veían su vida completamente
desarraigada. Dicha ley veía en la pobreza una desgracia personal, de la que el ser humano
no es responsable, y le reconocía el derecho de acudir a la sociedad cuando, no siendo por
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